jueves, 16 de febrero de 2017

El infierno editorial (Carlo Fabretti)

«El infierno era un laberinto de libros. —De los muchos caminos por los que se puede ir de un libro a otro —me advirtió el bibliotecario— sólo podrás seguir el más obvio y directo: el de la mención explícita. Es decir, para salir del libro que estés leyendo (lo hayas terminado o no, eso es asunto tuyo: obligarte a leer en contra de tu voluntad sería un tormento excesivo incluso para el infierno) y pasar a otro, en el primero tiene que nombrarse el segundo. No basta una mera cita o una referencia a los personajes o al autor: se ha de mencionar el libro mismo para que sea posible acceder a él.

No me sorprendió que el infierno fuera una biblioteca. Subir la piedra de la ignorancia por una montaña de libros, sin alcanzar nunca la cima del conocimiento, es la más refinada versión del suplicio de Sísifo.

—La biblioteca es inmensa, como puedes ver —dijo el demonio—, y crece sin cesar; pero tiene un pequeño defecto: carece de fichero. Hacerlo será tu cometido.
—Eso es tarea del bibliotecario —objeté.
—Cierto. Y sólo el bibliotecario puede salir de aquí; por lo tanto, si quieres recobrar la libertad, tienes que asumir su función. Mejor dicho, tienes que consumarla. Deberás hacer fichas precisas y detalladas de todos los libros, lo más completas posible…

Empecé haciendo fichas convencionales: autor, título, editorial, año de edición, número de páginas… Pero estas fichas de bibliotecario resultaban demasiado áridas, y como la mera consignación de datos técnicos dejaba bastante espacio en blanco, empecé a añadir breves resúmenes del contenido de cada obra. Luego incluí también el índice y una selección de las frases más notables, lo que me obligó a utilizar varias fichas por libro.

—¿Tantos plagios hay que tienes que ponerlos en doble fila? —le pregunté al bibliotecario.
—Hay muchos, desde luego, pero aquí abajo no tenemos problemas de espacio. Los libros que hay detrás son los que han sido saqueados por el plagiario —me explicó mientras introducía la nariz (alargada hasta convertirse en una flexible probóscide) en el hueco y extraía el libro en cuestión: Penrod and Sam, del injustamente olvidado (también por mí, debo admitirlo) Booth Tarkington

El siguiente pozo tenía unos cincuenta metros de diámetro, y no reinaba en él el silencio propio de las bibliotecas, pues muchos de los libros se revolvían en sus anaqueles con el sordo rumor del papel inquieto. Otros, por el contrario, permanecían lánguidamente inclinados o tumbados, como si les resultara fatigosa la posición vertical.

Todo ser humano es, cuando menos, un libro electrónico, un e-book grabado en el disco blando (ma non troppo) de sus propios circuitos neuronales. Y en el caso del homo legens, ese biolibro crece al amor (o al odio) de otros libros, lucha y se funde con ellos, y a veces esta (con)fusión resulta fecunda… —Esse est legere —concluyó el demonio indicándome con un gesto El Libro Infierno

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