lunes, 30 de junio de 2025

El último corrector de estilo murió un martes por la tarde - Misael Sánchez

A Efrén del Valle lo conocían en toda la redacción como el último poeta de la nota roja.

A pesar del sudor, de las prisas, de los cafés requemados y de los jefes de información ladrando titulares imposibles, él llegaba cada mañana con su cuaderno de espiral y su chaqueta de cuero raída como si acabara de bajarse del Citybus Express.

Escribía desde las entrañas. El oaxaqueño tenía la rara virtud de hacer que una nota sobre un choque en la Avenida Central pareciera sacada de un cuento de Raymond Carver, por su realismo. Y no era por arrogancia, era por instinto. El cabrón escribía bien. Muy bien. Como ya nadie.

Cubría todo. El barrio, el crimen, la política, la tragedia del día. Lo suyo era el ritmo. Las frases caminaban. Respiraban. Hacían pausas como si tomaran un cigarro entre palabra y palabra. Sabía cuándo golpear con una línea y cuándo abrazar con una imagen.

Sus textos no sólo se leían, se escuchaban. Pum-ba-pa-pum-pum-pum, como una marcha fúnebre con mariachis.

A nadie dijo que su escritura, se inspiraba en el tamborileo de los sonámbulos.

Pero un día se quebró. Así, sin aviso. Lo vieron salir del edificio de cantera de Magdalena Apasco, doblado, derrotado, con los ojos vacíos de tinta.

Nunca volvió a firmar una nota como antes. Ni ocho columnas, ni secundarias, ni siquiera un pie de foto en la página de sociales.

—Vale madre —decía mi compadre Juan, el viejo jefe de cierre, con su voz de borracho—. Se le murió su editor.

Y con eso estaba dicho todo.

Porque lo que nadie había querido admitir es que en la redacción —como en muchas otras del país— el último corrector de estilo había sido despedido la semana anterior. Sin ceremonia. Sin un adiós. Sin siquiera un pinche aplauso.

El editor de Efrén no era sólo quien le ponía comas o corregía un "haiga" escapado. Era su espejo. Su domador. Su cómplice. Era el tipo que le sacaba brillo al diamante bruto. Que sabía cuándo cortar, cuándo empujar, cuándo dejar una frase temblando al final del párrafo para que doliera.

En aquellos tiempos, los periódicos todavía contrataban correctores de estilo. Humanos, no algoritmos. Gente que había leído a Faulkner, a Monsiváis, a Leila Guerriero. Tipos que se bebían el diccionario como otros se beben el mezcal. Que podían encontrar el alma de una crónica entre diez párrafos mal escritos y devolverla del otro lado como un milagro.

Hoy, en las redacciones hay pantallas brillantes y jefes que no leen. Y lo que se publica no está escrito, sino escupido. Se entrega directo, sin pasar por el alambique de la corrección. Se presume la inmediatez. Se sacrifica la belleza.

Efrén cayó entonces en una especie de orfandad narrativa. Nadie le dijo que una frase cojeaba. Nadie le limpió la sangre de los adjetivos. Nadie le devolvió la música.

Y cuando un periodista pierde el ritmo, pierde también el alma.

Ahora anda por ahí, todavía, en redes sociales, posteando cosas. A veces escribe columnas que nadie edita. Tiene seguidores. Lo comparten. Pero algo falta. Algo se siente vacío, desacompasado. Como una sinfonía sin director. Como una nota escrita en tiempo pasado que debería haber sido presente.

En las redacciones modernas ya no se oyen las teclas como metralletas. Pocos superaban los 500 impactos por minuto en la máquina de escribir. Ni los gritos del corrector que tira la nota al cesto de basura o devuelve un texto a mano limpia: “¡Esto no se entiende, carajo, vuelve a escribirlo!” Ahora todo es silencio y scroll infinito.

Y es que nadie se da cuenta, pero cada que un corrector se va, se muere una forma de mirar el mundo.

Y lo peor es que ya nadie los llora.

++++

Redacción de Misael Sánchez, reportero de Agencia Oaxaca Mx

domingo, 1 de agosto de 2021

"Burbujas cientométricas"

Para el debate:

«La obsesión por encontrar métodos cuantitativos y algorítmicos para evaluar la productividad científica esconde una cobardía intelectual: la abdicación del evaluador de su responsabilidad de emitir un juicio personal sobre la calidad científica del trabajo evaluado. El evaluador termina así por convertirse en un obediente pero absurdo burócrata que se limita a aplicar fórmulas matemáticas. Sustituir el factor humano por una métrica objetiva en la evaluación de la ciencia no evitará la corrupción.

Los juicios humanos son falibles, pero al menos no promueven esta burbuja cienciométrica que amenaza con paralizar el avance del conocimiento ocultando los lingotes de oro de la verdadera ciencia bajo una enorme sobrecarga de publicaciones.»

viernes, 30 de julio de 2021

Roberto Calasso (1941-2021)


¿Por qué es importante que la edición esté en manos de personas y no solo de organizaciones y maquinarias gigantescas y anónimas? Esta es una de las preguntas que podrían aglutinar el conjunto de ensayos de Roberto Calasso, La marca del editor (Anagrama, 2014). El libro no ofrece una respuesta sistemática, ni intenta ser un diagnóstico concluyente sobre el mundo editorial, pero sí establece una postura: el editor importa y su creciente exclusión por los grandes consorcios empobrece la cultura. ¿Por qué Calasso, el devorador y asimilador de mitologías, se ocupa del tema? Porque ha sido mucho tiempo director de Adelphi, la legendaria editorial italiana, dueña de uno de los más relevantes catálogos contemporáneos. No extraña que buena parte de este libro sea autorreferente y evoque el origen y evolución de su editorial, así como a algunos de sus amigos, interlocutores y competidores más entrañables. Destaca el retrato del ambiente ideológico en que su editorial se desarrolló (la acusación de seducción subliminal y disolución revolucionaria que le hacían los radicales), así como los apasionantes pormenores de las apuestas del gusto y las hechuras editoriales de Adelphi. Porque la conexión invisible entre editor, autor y lector se opera tanto por la elección del catálogo, como por los detalles más menudos de la portada, la solapa, la selección del papel o el tamaño de la tipografía. De modo que en el buen editor pueden conjuntarse una serie de virtudes como el carisma y la apertura para incorporar autores y temas; la intuición comercial para hacerlos circular y canalizarlos a sus auditorios naturales, y el rigor artesanal para crear objetos bellos, que inciten la voluptuosidad del contacto físico con el libro.

Sin editor los libros son desprovistos de su parentela, de su historia, de sus conexiones más sensibles y de muchos de sus atributos materiales. Por eso, la marca del editor, dice Calasso, no es una seña mercadotécnica, sino un rasgo nacido del ejercicio del juicio. Un editor ejerce el juicio cuando revive obras del pasado que considera deben preservarse; cuando apuesta por obras nuevas cuyas potencialidades parece conocer más que los propios autores o cuando dice “no” a los prestigios postizos o a los poderosos que quieren figurar. Solo un editor que ejerce a plenitud el juicio puede cristalizar y albergar la noción de libro único (ese acontecimiento excepcional en la vida que se traslada prodigiosamente a la literatura y que, más que escribirse, sucede). De hecho, el propio editor es autor de un libro único, su catálogo conjunto, que se va publicando con diversas voces y diversos fragmentos, los cuales se van reconociendo y conectando. El gran editor no trabaja fuera del mercado, pero no se rinde al mercado: ofrece una alternativa contra el creciente fenómeno de uniformidad y banalización y una resistencia activa y gozosa a las nuevas, tan pueriles como siniestras, apologías de la barbarie.

martes, 1 de junio de 2021

Escritura y moralidad

 En entrevista con El País, dice la escritora y crítica Francine Prose:

“Todos los agentes piden disculpas a sus clientes, pero explican que lo que está en juego es poder cerrar un acuerdo y que no se logrará a menos que acepten firmar esto. Si echamos la vista atrás uno ve lo absurdo que es pensar que los escritores deben ser un modelo de conducta: Dostoievski estuvo en prisión y a punto de ser fusilado, y Dickens tuvo uno de los divorcios más feos que se recuerdan. Pero realmente estas nuevas disposiciones tienen poco que ver con la moral; de lo que se trata es de cubrir las espaldas de las editoriales frente a un posible perjuicio económico, porque si un autor es señalado y cancelado en las redes, su libro puede volverse tóxico”.


sábado, 1 de mayo de 2021

Grabar todo: recordar u olvidar

«Los recuerdos funcionan más como una forma de autodefinición emocional —que puede ser ficticia— que como un vínculo a la verdad de los hechos. Esta “ficción” dentro de la memoria muchas veces suele llevarnos a creer que somos mejores personas, que tenemos más razón o que hacemos las cosas mejor que otros. Es el llamado concepto de disonancia cognitiva y suele ser beneficioso. “Este concepto de Leon Festinger sugiere que cuando tenemos un conflicto entre dos pensamientos, recuerdos o comportamientos marcados por nuestro sistema de creencias, ideas o emociones, tendemos a justificar la decisión final por el equilibrio de nuestra salud mental. En el caso de nuestros recuerdos podríamos asumir ciertas ficciones que no se ajustan a lo que ha ocurrido y así sentirnos mejor en nuestra psique interna en vez de asumir la responsabilidad de lo ocurrido”, explica González-Fernández.»

Juan Diego Godoy en El País: “Sonríe, que va para redes”. Los costes (o beneficios) de grabarlo todo

lunes, 22 de febrero de 2021

Edición y creatividad - Gabriel Zaid

«Los milagros parecen depender de la creatividad de muy pocas personas, que se exigen más y se toman en cuenta unas a otras (no siempre amistosamente); y que, cooperando o compitiendo, suben de nivel la producción hasta entonces conformista. Y, entre esas pocas personas, tienen un papel central los editores, en el amplio sentido latino de la palabra. Muchas obras importantes nunca hubieran sido creadas sin la presencia activa de un editor que organiza la conversación y crea el ambiente estimulante para leer y escribir, ver y pintar, escuchar y componer música, discutir, criticar, investigar. La animación creadora es invisible en las mediciones del PIB, pero sube de nivel la vida y tiene un efecto multiplicador hasta en la productividad material. El editor no crea la creatividad (latente o viva en toda persona), ni la obra del creador: crea la resonancia entre capacidades diversas, empezando por la capacidad de leer creadoramente, que es la suya, y la que pone en marcha la conversación...»

En «Lo que pedía nacer», Letras Libres, noviembre 2001.